ander azpiri
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Publicado en M, museos de México y el mundo, vol. 1, nº 1, primavera 2004. CNCA-INAH, México (pp. 150-159)La isla de las muñecas.
Coleccionar
hace que quienes detestan sentirse desposeídos se sientan más a salvo. I. Mientras la chalupa se acerca, se pueden empezar a distinguir muñecas entre los árboles. Le llaman isla por ser una chinampa rodeada de canales, presidida por una muñeca sentada en una silla y otras más colgadas alrededor de ella, como antecedente a cientos de muñecas que penden de los árboles y de los jacales. Cabezas, brazos, muñecas desnudas, despeinadas, de trapo, de plástico, pintadas, acompañadas de carpas secas también colgadas y cubiertas de telarañas. Dentro de cada uno de los tres jacales hay infinidad de objetos amontonados y empolvados. Más muñecas, fotos, cuadros, restos de muebles, objetos de mimbre, botellas vacías, mulas hechas con hoja de maíz. Hay también un cuaderno con dibujos parecidos a los que hacen los niños, repleto de frases religiosas. En el jacal del fondo, entre tantas otras cosas, hay dos colchones viejísimos. Al frente, un tlecuil hecho con lodo y un comal de hierro. Una de las muñecas más grandes, la principal según parece, se encuentra revestida de ropas, gafas, sombreros y pequeños objetos. La gente solía ir a pedirle deseos que, una vez cumplidos, requerían volver con algún tipo de recuerdo o prenda. Los perros rondan con desparpajo, y en las chinampas vecinas se ven algunos caballos, chivos y vacas. El silencio es roto de vez en cuando por las chachalacas. II. ¿Quién era el Señor de las Muñecas? ¿Quién era capaz de llevar una vida solitaria, con la única compañía de un grupo tenebroso de muñecas desmembradas? Don Julián dejó de ser la persona que lleva ese nombre, pues era su colección de muñecas la que le dotaba de personalidad propia. La colección sustituye al sujeto porque éste es a través de aquélla. Don Julián era ese ser extraño pero amable con los visitantes, extremadamente delgado, de baja estatura, lampiño, con pómulos prominentes, amplia sonrisa y ojos grandes, que murió pescando en su chinampa. Había nacido un 22 de octubre de 1921 en uno de los barrios más antiguos de Xochimilco, La Asunción, en el número 9 del Callejón de Tlaxcalpan. Julián comenzó pronto cultivar la tierra y a vender hortalizas en el tianguis del centro, transportándolas en una carretilla. Con el tiempo se hizo bebedor, acudía a la pulquería Los Cuates ubicada en la Plazuela de La Asunción. No era de los que hablaba mucho con la gente, pero en dicha pulquería hizo una duradera amistad con Sebastián Flores Farfán, hijo del jicarero. Don Sebastián cuenta que en el barrio se le conocía como La Coquita, un pájaro muy pequeño que vive en la zona chinampera. A medida que la venta de sus verduras vino a menos, se le comenzó a ver en las calles del barrio de La Asunción pidiendo limosnas, al tiempo que rezaba en voz alta y pregonaba la palabra de dios. En Xochimilco, por aquellos días, hablar de dios sin ser sacerdote equivalía a incurrir en blasfemia, sólo quienes tenían autoridad sacerdotal podían hacerlo en público, por lo que algunas veces don Julián fue agredido por gente del barrio. Su marginación fue creciendo poco a poco, la gente se quejaba de que pedía por las calles y en las tiendas, y él se quejaba de ellos. Sin dar explicaciones a nadie, comenzó a buscar en la basura muñecas viejas de plástico, de goma, de trapo, enteras o mutiladas, a don Julián todas le servían. En 1975 decidió dejar La Asunción e irse a vivir a su chinampa. Su sobrino Anastasio Santana, quien estuvo siempre a su lado, cuenta que su tío un día le dijo: me voy a mi chinampa, ya estoy molestando en las casas comerciales pidiendo un pesito para mi pulque, para sufrir aquí mejor sufro allí. Subió a su chalupa sin más equipaje que sus muñecas y se fue. Hasta el día en que murió, don Julián no tuvo más vecinos que chachalacas, patos silvestres, garzas y carpas. Su sobrino era el encargado de llevarle comida y de vender sus hortalizas en el mercado. Cuando le preguntaban por qué colgaba todas esas muñecas en los árboles, él respondía que aparecían de repente, pero entre un pulque y otro confesó que las colgaba porque ahuyentaban a los malos espíritus que rondan los canales. Con el rescate ecológico de Xochimilco en 1991 fue controlada la plaga de lirio acuático y se despejó la circulación por los canales. A la Isla de las Muñecas comenzaron a llegar algunos turistas, con quienes don Julián intercambiaba plantas o chilacayotes por unas monedas. El día que murió, su sobrino Anastasio lo ayudaba a sacar agualodo de los canales para preparar la tierra y sembrar calabazas. A las diez de la mañana almorzaron y don Julián se puso a pescar. Parece ser que había un pez que le estaba dando trabajo, se le había escapado ya en dos ocasiones pero esta vez logró pescarlo y se lo enseñó a Anastasio. Era un pez de por lo menos 4 kilos. Don Julián le comentó a su sobrino que ese día las sirenas lo habían estado llamando porque se lo querían llevar, así que cantaría porque otras veces había logrado evitarlas cantando. Anastasio se retiró a darle de comer a las vacas y cuando regresó, a eso de las once, encontró el cuerpo sin vida de su tío flotando en el agua. No lo meneé porque dicen que eso es malo, lo arrinconé con una ramita y fui a dar parte a la familia y a los bomberos (2). III. Quizá la Isla de las Muñecas no sea propiamente una colección. Según Jean Baudrillard (3), coleccionar implica escoger y reunir, y se distingue de la acumulación, que carece de diferencias y de final. Pero la in-diferenciación no equivale aquí a indiferencia. Tanto colección como acumulación implican un acto compulsivo; el hecho de reunir determinados objetos evitaría el desvío, al servir para afianzarse en esos mediadores entre el sujeto y el mundo. El conjunto de muñecas adquiere características singulares a través de la cantidad, y su singularidad (encarnada al mismo tiempo en el hecho de ser poseídas y en su disposición en la isla) lleva hacia la singularidad del coleccionista. Una vez más, los objetos actúan como intermediarios en la relación del sujeto con el exterior. En torno a toda colección se despliegan, contraponiéndose, la intimidad y la exhibición. Los objetos son reunidos casi clandestinamente, se les esconde de la mayoría de las miradas y se exige una aproximación paulatina que actúa como iniciación a un misterio. No se impide la visita, sólo se entorpece para volverla selectiva, de la misma manera en que no abrimos toda nuestra personalidad a todos. El aislamiento de la colección, una isla remota no en distancia sino en acceso-, es el primer rasgo protector. Se encuentra fuera de las rutas concurridas y exige mayor esfuerzo, además del cargo extra en el costo del viaje en chalupa: un intercambio de dones. En ese espacio aislado, el atesoramiento disfrazado de abandono permite el control sobre un trozo de la realidad, una realidad que no se puede poseer con facilidad. Se puede disponer de los objetos puesto que el mundo y el tiempo disponen de nosotros. Nos encontramos muy lejos de discursos de poder, se trata de una potencialidad limitada, producto de la marginación. La Isla de las Muñecas es el espacio de transición entre la realidad extensa y el individuo que de otra manera no sería diferenciado (don Julián). La colección es la construcción de un espacio onírico, a medio camino entre el sueño y la vigilia, donde puede tener lugar el habitar. Una vez que el visitante está en la isla, su singularidad fomenta el rechazo, es un rasgo defensivo en el que se marcan las diferencias entre el coleccionista y el resto de los mortales: ¿Cómo se puede vivir así? (4). El coleccionismo bien puede ser una conducta derivada de la sensación de pérdida o de vulnerabilidad. Desarrolla la sustitución como estrategia,(5) pues los objetos alivian la ansiedad al adquirir características protectoras. En este caso, las muñecas protegen de los malos espíritus. La presentación del conjunto de muñecas, esa suciedad escenográfica, no hace sino acrecentar su valor como entes protectores. También están (a veces) los perros, indicando la vocación de fracaso en la relación humana que pudiera ocurrir en la isla. El complejo significado de las muñecas ha de rastrearse en la proyección de la vida personal de don Julián, en su religiosidad y en su aislamiento del mundo. Ahora ya es difícil establecer si cada una tuvo nombre (Anastasio cuenta que solía hablar con ellas), como ser individual y representante de rasgos particulares, o si la indefinición del conjunto abigarrado fue un juego infinito de espejos, pero su cantidad es el rasgo definitivo que permite abordarlas. Lo que aparece como agresiones en determinadas muñecas quizá no sea sino una torpe muestra de afecto, aunada al condicionante práctico en que un objeto se cuelga de un árbol con un alambre. Cualquier muñeco es una miniaturización del cuerpo normal, y provoca una mezcla de atracción y rechazo. Su forma impulsa a identificarse con ellos, pero manteniendo la distancia que provoca la diferencia. He aquí un mundo en pequeño que puede ser manejado y moldeado de acuerdo a nuestra personalidad. Sin embargo, el resultado puede conducir una y otra vez al espejo de uno mismo. La vida del coleccionista se asocia con sus objetos -en ocasiones éstos son el eco de aquél- y a veces el coleccionista es reflejo de ellos en conexiones a través de lo que se cree y de lo que se sueña. En todo caso, siempre hay una lógica que gobierna estas relaciones y que garantiza la convertibilidad de ideas en distintos niveles de la realidad (6). Susan M. Pearce distingue tres tipos de colecciones: a base de souvenirs, sistemáticas y de objetos fetiche (7). Las primeras están asociadas a la memoria personal del coleccionista, las segundas revelan un afán taxonómico de organización, y las terceras definen la personalidad del coleccionista. La Isla de las Muñecas tiene rasgos de colección fetichista, más allá de la definición freudiana de fetiche como parte del cuerpo separada, pues se mueve entre la acentuación de la privacidad y el deseo de exhibición. El acto de poseer y organizar las muñecas tiene relación con el sujeto como cuerpo, con el espacio a su alrededor, con la demarcación de un territorio en el que se habita, con sus relaciones y con sus gustos. No debemos olvidar que la isla es un hogar, y que la casa es una colección única de objetos que constituye el marco de una parte importante de nuestra vida (8), es una declaración que nos define. Las muñecas no son representativas de distintas clases o tipos, presentes en la colección a través de un ejemplar. Son cualquier muñeca, porque su representatividad es con respecto a seres vivos, cuasi humanos, con una especie de alma (9), paradójicamente más evidente mientras más inanimadas sean. Cada componente de la colección -ya sea muñeca, animal de peluche, dinosaurio de plástico o pez disecado- y todos ellos en conjunto son reverberaciones de una unidad aislada: don Julián. Y don Julián está solo. IV. Aunque sea de manera precaria, la Isla de las Muñecas conserva una colección, la exhibe al público y, en la medida de sus posibilidades, ofrece servicios. Discretamente se han alterado el espacio personal de un coleccionista y sus afanes para dar paso a la idea de que antes de su muerte todo estaba tal como lo vemos ahora. Aún así, el efecto de la colección no es menor; de manera análoga al arte, esta disposición tétrica de muñecas se significa a sí misma. No sabemos qué sucederá con la Isla de las Muñecas, podría incluso adquirir nuevas piezas para mantener la colección, pero en todo caso debemos tener claro que a partir de ahora sus características la han llevado a ser otra cosa: un museo. (1) Los datos biográficos
del Señor de las Muñecas han sido tomados del reportaje
que Mariana Norandi publicó en La Jornada el 22 de abril
de 2001. |
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