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Publicado en la revista diVERSA, nº 3, junio 1995. EHU-UPV, San Sebastián (España)

Soy espejo, me reflejo.

Sabemos del poder de lo institucional para absorber cualquier manifestación que le suponga molestia. Adopta una actitud permisiva y legitimando anula la provocación. La institución (me refiero también a los mercados), junto con la sociedad que la origina, arropa estas expresiones transformándolas en fomento implícito de sus valores.

Conocemos también la constante separación entre el arte y todo público que no sea específicamente el "suyo". Un arte que, por pertenecer a las secuelas de la vanguardia, ha tendido a desarrollarse linealmente, refiriéndose a sí mismo por necesidad e inflando su retórica hasta aislarla del hecho social. Esta situación se acentúa con la glorificación de la subjetividad artística frente a la masa, aunada al mito elitista del "genio". Además, la noción misma de vanguardia supone su contrario: la retaguardia, más numerosa, obtiene con retraso y de segunda mano los logros. En este último extremo se encuentra un público habituado al consumo cómodo del espectáculo, únicamente receptor, escuda su pereza (si es inducida o no, es tema para otra ocasión) en el desconocimiento, e impide enriquecer su experiencia con la del artista y viceversa.

Intentos del arte por involucrarse en la colectividad han abundado, lo mismo que fracasos, en gran parte debidos a las situaciones mencionadas. ¿Por qué entonces nos seguimos esforzando en llevar el arte a espacios no habituales, en introducir temas y referencias? ¿Y por qué seguimos insistiendo en desarrollar a través del arte nuestros deseos de transformación social? Quizá estemos empeñados en dotar al arte de un sentido, de una razón de existir que nos satisfaga. O tal vez pensemos que ese margen otorgado al arte, además de servir al interés del poder económico y político, permite todavía pequeñas dosis de transgresión. ¿Anida nuestra fe en que, gracias precisamente al control ferreo de las estructuras del poder, lo marginal es numéricamente muy superior (por lo menos a nivel mundial) aunque quizá menos influyente?

En abril de este año monté una instalación en la sede de la Cruz Roja vizcaína, con los siguientes objetivos, en tono de preguntas: Huir tanto de la obviedad como del silencio, es decir, hacer la obra accesible al visitante neófito (más o menos abundante en ese edificio) recurriendo a la sugerencia y a la evocación, más que al discurso explícito y cerrado. Hacer burla del gesto humanitario paternalista, consuelo de estas sociedades del bienestar, a través de una organización politizada y burocratizada, desentendida de lo contenido en su sala de exposiciones. Identificar desde el primer vistazo al espectador con los privilegiados que contemplan la enorme desigualdad creada a sus pies. Criticar (criticarnos) la falta de compromiso en algunos de quienes detentan la cultura ilustrada.

Las reacciones registradas gracias a conversaciones y al clásico recurso del cuaderno de comentarios (convertido en dedo acusador: los pies de los instruidos, contentos y biencomidos, según una visitante), conducen a conclusiones interesantes. Por un lado, sin ignorar que gran parte de los asistentes fueron artistas y gente afín, se comprueba que la fruición activa o creativa del arte no está perdida, simplemente se ejercita poco, e intuyo que se percibe a nivel del subconsciente con más intensidad y frecuencia de lo comúnmente aceptado. Por otra parte, ha sido posible provocar, a muy distintos niveles y con diversas consecuencias, la reflexión, el cuestionamiento y la autocrítica, produciendo enriquecimiento en muchas direcciones. Conforme avanzaron los días se sucedieron las interpretaciones, réplicas, sensaciones. La obra, que sólo existió mientras estuvo instalada, tuvo un carácter siempre cambiante.

No hemos modificado los vicios del arte ni los del público, mucho menos aún los de la sociedad en su conjunto. Sin embargo, disponemos todavía de una parcela donde incidir; el hecho de que sea pequeña no tiene por qué conducirnos a la inmovilidad, esa característica nos permite ser más efectivos. Enfrentarnos al poder institucional es jugar una relación vertical, que por definición crea vencedores y derrotados. Actuar con nuestros iguales es movernos horizontalmente.

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